lunes, 5 de diciembre de 2011

Simple tarde, el mejor momento del día.

Las tardes huelen santas con sus cielos locos y perfectos, los matices celestes de lo alto que se incrustan y hacen cosquillas a nuestros ojos entrecerrados, escondidos tras plásticos coloreados.
Las calles de vuelven caminos barrocos o lo que quieras.
El suelo deja de tener una consistencia a tierra firme  y se transforma en nubes y mis pisadas se hunden en una dimensión donde el equilibrio es cosa de desequilibrados. Prefiero el tambalear febril de mis piernas, prefiero mirar por encima de mi hombro en dirección al cielo y verte dibujado a contraluz, tan cerca que es inevitable elevarme en un salto y clavarte un beso rosado, blando como un pastel de abuela, como una almohada en venus, como un pétalo de flor de carne.
Y las ondas de calor y viento que están en todas partes, desnudándonos los ojos y vulnerabilizándonos el tacto, tu mano roza mi mejilla.
Si por mi fuera esas tardes serían eternas y esos paseos se enredarían en calles torcidas que no hemos visto nunca, llenas de árboles y manos y cariños y tus ojos y gatos en tu pelo y gatos en las ventanas y un beso que te robo y un momento en que no pienso y un sentimiento tan enorme como el cielo lleno de colores santos y una espina tan blanda, un dolor tan deseable en esta caída libre, vértigo luminoso que nos deja ciegos y tomo tu mano para no perderme y me entrelazan tus dedos en un giro que doy en la mitad de la calle y todo es simple y perfecto y romántico y huele bien como tu cuello.

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