jueves, 28 de junio de 2012

Las calles llenas de cosas, vacías ante mis ojos.
El paso despreocupado, el viento en mi pelo.
No hay sonrisa en mi cara, tampoco mueca de sufrimiento.
En esos momentos, me recuerdo tal como soy.
Confinada a los delirios, a las persecuciones, a las figuras literarias que aparecen en mi mente, como relámpagos.
Sigo siendo yo, después de las íntimas transformaciones.
Yo y el saco gris de mis vivencias, las más acaloradas son de hace poco tiempo, las guardo bajo siete llaves, momentos favoritos de existencia. Recuerdos antiguos y malgastados, amores negros a poetas muertos; aferrados a la idea sangrienta de morir por morir, morir por gusto. Qué tontería.
La taza de té a cualquier hora del día, el divagar cansado de mis miedos.
Soy yo, la que fui y la que soy. Distinta en mil maneras... Más feliz. Si, más feliz.

Mirar las mismas cosas, con la pena de siempre. Dejar la rutina por un minuto o dos y contemplar la angustia que envuelve a lo diario, el desconcierto. Estoy parada, en medio de la calle. ¿Por qué?

Van pasando los minutos, carcomiendo la energía del día, mascullando momentos.
Va pasando el día, como tren que no espera a nadie, como un golpe de viento, que no avisa a nadie, que despeina a todos, que entristece mi pecho, que ilumina mis ojos.
Va pasando todo y yo acá con mi cara ardiendo y mi té a la derecha.
Y tú en algún lado, recorriendo los matices de tu propio relato.
Y tú en algún lado, incendiando las calles sin darte cuenta; dando de respirar a mis pulmones, sin darte cuenta.

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